viernes, 21 de mayo de 2010

Yoritomo Mamoru: Final

La gran sala de audiencias murmura cuando anuncian su nombre. Todos ellos conocen a Yoritomo Mamoru, último descendiente directo de Gusai Oda, el primer Mantis que accedió a la Corte Imperial hace ya tantos años. Muchos lo ven de manera ofensiva, al conocer como acabó la familia Gusai, pero para Mamoru es signo de orgullo reconocer su linaje. A su lado, avanza su siempre servicial consejero, Domoi. Ambos han recorrido varias leguas para llegar hasta allí.

-Estimado Yoritomo Echigoya-sama -proclama- Vengo a su presencia para hablar un asunto muy importante.

-Déjame darte la bienvenida antes que nada a mis tierras Mamoru-san -responde un samurái de mediana edad. Tiene el pelo corto, cenizo, con una barba recogida en una trenza por debajo del mentón, negra. Ostenta un quimono de seda verde marino, con un gran mon de la Mantis en su pecho, además de una serie de colgantes de oro alrededor de su cuello. A la altura de su cintura lleva su wakizashi: una hoja fabricada por herreros de la familia Tsi, toda ella hecha de plata. La empuñadura lleva engarzada una serie de esmeraldas que conforman el símbolo de clan: una mantis levantada sobre sus patas, con las dos delanteras dispuestas a atacar -Vuestra visita es toda una sorpresa -continúa el samurái- Me enteré de la desgracia de vuestro padre y vuestro tío. Mi más sentido pésame.

-Precisamente mi visita está relacionada con ellos -continúa Mamoru- y con ésto -afirma, mientras alza su mano para que todo el mundo lo vea. Sujeto entre sus dedos, un dado. La gente mira extrañada al joven samurái, pero ha captado la atención del señor -Muy bien Mamoru-san, accederé gustosamente a hablar con vos.

Echigoya y Mamoru acceden a las dependencias privadas, mientras los demás cortesanos comienzan a soltar rumores fundados e infundados sobre la naturaleza de tan insólita reunión. Aunque Mamoru lo sospecha, ha dado tema de conversación a todas aquellas pirañas para bastante tiempo. Que se distraigan, él tiene algo más importante que hacer.

-Veo que llegó a tiempo este dado -dice Echigoya. Ambos se encuentran de pie en medio de la sala, quizás porque ninguno de los dos se encuentra lo suficientemente cómodo en esa situación, o sencillamente porque ninguno confía en el otro -Pertenecía a vuestro padre, y creía conveniente devolvéroslo.

-Debo daros las gracias por ello. Os he traído un presente que espero que compense semejante acción -responde Mamoru.

-Por favor, no hacía falta, era mi deber -responde amablemente el señor.

-Debo insistir -continúa Mamoru.

-Si así lo deseáis, ¿quién soy yo para negarme a aceptarlo? -concluye Echigoya.

Mamoru saca de los pliegues de su quimono un estuche para pergaminos, que entrega rápidamente a Echigoya -¿Qué es? -pregunta un tanto desconcertado el señor -Por favor, abridlo y vos mismo lo veréis -le responde Mamoru tranquilamente. El señor feudal destapa el contenedor y se acerca a una mesa cercana. Coge el pergamino con sus manos y lo extiende lentamente sobre ella. El nerviosismo se hace patente en el señor cuando rasga accidentalmente el pergamino. Su rostro hace evidencias de que acaba darse cuenta de lo que tiene en sus manos.

-Esto es... -dice como puede Echigoya.

-Un mapa con el destino que tenía que hacer mi padre y el destino que realmente hizo -comenta impasible Mamoru -Debía llevar el pago a los corsarios, a su islote principal. Sin embargo, como todos sabemos, su barco tuvo un accidente y se quemó, por culpa de la mala suerte de transportar un material tan inestable como la pimienta gaijin, según la versión oficial -Echigoya está completamente en blanco, incapaz de pronunciar palabra. -Pero -continúa Mamoru mientras avanza por la sala- esa era una suma de dinero demasiada cuantiosa como para relegarla así sin más a esas ratas, así que mi tío y tú elaborásteis un plan. Decidísteis hundir el barco para que éste no llegara a su destino, no sin antes sacar todo el tesoro de sus bodegas. Mi tío y tú dispusísteis un segundo barco en el que hacer el trasbordo, que estaría anclado en las playas que vienen como segundo destino en ese mapa, a la espera de que llegasen los marineros, entre ellos mi propio padre -en este punto se detiene para tomar aire, probablemente también afectado por la carga sentimental que está manifiesta en todas esas palabras. -Los marineros sabían que no volverían a ver a sus familias, pues estarían muertos a todos los efectos. Pero las riquezas que les prometísteis eran lo suficientemente grandiosas como para convencerlos. Así se llevó a cabo el plan. O al menos así debió haber ocurrido.

-Me sorprende que... -dice Echigoya, tras aclararse sonoramente la garganta -¡Aún no he acabado! -exclama Mamoru -Nunca hubiese llegado a la conclusión que voy a decir a continuación si no hubiese sido por vuestra torpeza. Olvidásteis que mi tío, zorro viejo, conservaba estos mapas que desvelaban vuestro plan, así como correspondencia que recibía de vuestro puño y letra. Así que, una vez muerto, era un singular problema que apareciesen, pues el único que tenía que perder en todo esto érais vos, Echigoya. Teníais que encontrar los documentos y eliminarlos. Documentos que, lamentablemente para vos, mantengo yo bajo mi poder...

-¡Maldito...! -exclama Echigoya dejado llevar por la furia -Sigo sin haber terminado. Así que os rogaría un momento más y acabaré -dice impasible Mamoru -Todavía quedan por pulir un par de detalles. Por un lado, tenemos el asunto de que los barcos jamás llegaron a su falso destino. En vuestro plan cúlmine terminásteis dejándoos llevar por la más abrupta codicia -dice marcando con asco la palabra mientras lo observa de arriba a abajo- y decidísteis que para qué compartir el tesoro con tanta gente, pudiendo mi tío y tú repartíroslo a partes más suculentas. Así que engañásteis a todos esos marineros del clan Mantis y cuando estuvieron en alta mar recurrísteis a los kamis para hundir y destruír su barco. Prueba de ello es la presencia de vuestro enviado shugenja hace varias noches para recuperar, entre otros, este mapa -llegado a este punto Echigoya no es capaz de articular palabra- Y todo este plan se viene abajo por esto -dice Mamoru triunfal mientras sujeta el dado con la palma de su mano- ¡Un último acto honorable de una rata miserable! -exclama Mamoru observándole con profundo desagrado. Echigoya traga saliva.

-Un dado de mi padre ¿por qué tan importante, os estaréis preguntando? Por algo muy simple. Porque la misma noche que mi padre murió y que llevásteis a cabo vuestro maquiavélico plan, la marea me trajo su cubilete. Es decir, en otras palabras, mi padre llevaba encima aquella noche su juego de Fortunas y Vientos. ¿Cómo pudo llegar a vuestras manos entonces el dado? -Echigoya entonces le aparta la mirada- Exactamente. Aquella noche os encontrábais en la misma nave que mi padre. Incapaz de dejar a la providencia la supervivencia del único que conocía vuestro plan, terminásteis matándolo con vuestras propias manos. Y guiado por una fuerza misteriosa que sólo los kamis saben, decidistéis intentar redimiros de vuestros escabrosos actos enviándonos esto como recuerdo. Comprenderéis ahora cuánto me desagrada estar en vuestra presencia... -finaliza Mamoru. Un silencio sepulcral recorre la estancia.

-¿Qué queréis? No habéis intentado matarme aún -dice por fin Echigoya- así que buscáis algo a cambio. Sin embargo -dice con una sonrisa en su rostro- si confesáis todo lo que me acabais de decir ante los magistrados Esmeralda no sólo yo caería en desgracia, vuestra propia familia sería tachada de impúdica, deshonrosa y canalla -concluye feliz.

-No es mi familia la que mantiene un tesoro ilegítimo escondido en sus arcas, sino vos. Además, seguro que alguien de su posición aprecia lo suficientemente su vida como para no llevarme a ese punto -responde también sonriente Mamoru.

-Creo que podemos reforzar la vieja alianza que vuestro tío y padre tenían conmigo, desde luego -concluye.

-Desde luego que sí.

Mamoru y Domoi vuelven aquel día a casa. Tras varios días de fuertes tormentas y pertinaces lluvias, el cielo consigue abrirse de nuevo. La oscuridad de la noche es acompañada con el lento mecer de las olas del mar. Allá entre ellas, perdido pequeño punto en el firmamento, refulge la Estrella del Mañana...

Tsuruchi Tai: Interludio

La tormenta de un par de días atrás sigue cebándose en la isla. Curiosamente, como bien le dijo a su amigo, parece que los elementos tuvieron un momento de piedad durante el funeral. Pero ahora a él eso no le vale, las gotas restallan sin piedad sobre su armadura de cuero y su quimono. Quién lo diría, parece que se ha ablandado un poco. Para él esa lluvia no habría sido sino un refrescante aguacero en otro tiempo. Bueno, mejor así. Podría disfrutar aún más de esto.

Tai se dirige a la morada de Yoritomo Katashi, donde el magistrado sigue adelante en sus pesquisas. De hecho, le han concedido descansar allí mientras se resuelve el caso de cómo pudo morir envenenado el anciano Mantis. La familia de Mamoru se muestra decidida a encontrar al culpable de aquel asesinato y por ello ayudan al Dragón. Él desconoce qué sabe exactamente su amigo como para preocuparse de esa manera por estas investigaciones, pero si se encuentra así y ha recurrido a él, será por algo.

Tras completar el ascenso a la rocosa colina una ráfaga de aire lo empuja ferozmente. Tiene que inclinarse hacia adelante rápidamente o habría caído acantilado abajo. El viento se ha desatado por completo y arrastra consigo todo lo que puede. La bandera que corona el dintel de la entrada a la casa sale volando, arrancada literalmente de su mástil. Una vez que ha conseguido equilibrarse, Tai avanza con presteza hacia el edificio. No hay luces en la casa. Extraño.

De repente dos siluetas surgen de la entrada de la casa, recorriendo rápidamente el patio interior. Si sus ojos no le han engañado juraría que eran dos samuráis vendiendo cara su vida, luchando uno contra otro. El Avispa corre todo lo que puede, mientras prepara su arco. Maldice al viento.

Cuando atraviesa el umbral un fogonazo y un estruendo lo dejan ciego y sordo. Se lleva las manos a la cabeza mientras sus oídos se desgastan con un pitido regular y agudo. Se mantiene de pie como puede, desequilibrado como está. Su vista sólo es capaz de enseñarle una cantidad de puntos brillantes sin ningún patrón reconocible. Afortunadamente poco a poco es capaz de distinguirse sus manos. Al poco nota el calor. Echa una ojeada y contempla cómo el fuego está consumiendo gran parte del edificio, que tiene un gran agujero en su cima. Todo el patio es un hervidero de ladrillos humeantes, hierba quemada y trozos de madera. A Tai se le encoge un poco el corazón y se sorprende de su extremada suerte. Ese rayo ha caído muy cerca.

Al fondo del patio, sobre una sección del muro exterior que ha sido parcialmente destruído por la explosión, los dos samuráis continúan peleando, en la vorágine de la tormenta. Uno de ellos es el magistrado Dragón, que se defiende como puede de los embates de un samurái sin símbolo conocido. El desconocido esgrime la katana con crudeza, apuntando a los puntos vitales del magistrado como si su vida dependiese de ello. El entrechocar del metal contra el metal termina de despertar al aletargado Avispa, que corre al encuentro de ambos luchadores. Sin embargo, no ha emprendido aún del todo la carrera, cuando su instinto le hace dar una voltereta hacia un lado. Una bola de fuego impacta en el lugar donde se hallaba no hace ni medio segundo. Por un pelo. Tai levanta la mirada a los cielos y recrudece su rostro con furia. Allá arriba, suspendido entre cambiantes e irrefrenables corrientes de viento, se alza un jinete de la tormenta.

Ambos se miran con desdén durante unos segundos que parecen interminables. Después una sonrisa cubre el rostro del shugenja, que extiende sus brazos hacia Tai. Una ola tempestuosa de agua y viento recorre con facilidad la distancia que separa a ambos y está a punto de impactar sobre él. Pero ha conseguido ser más rápido y la ha eludido, corriendo todo lo que puede para no quedar al alcance de la magia.

-¡Los documentos! ¡Tiene los documentos! -le exclama entonces el Dragón, que está ocupado en procurar que la hoja de su enemigo no le atraviese el pecho. Su voz consigue superar el rugido infernal que genera el tifón y llega a oídos del Avispa. Tai no se lo piensa más.

Trepa corriendo los trozos de muro que ha causado el destrozo del rayo, ganando cada vez más altura. Esquirlas de piedra impulsadas por el viento intentan incrustarse en su cuerpo y si bien algunas le arañan, ninguna consigue su propósito. Finalmente alcanza una altura considerable, sobre lo que era el tejado de la casa. Un conjunto enorme de tejas verdes, que aguantaron la sacudida de la tormenta, son impulsadas para intentar derribarlo y tirarlo hacia las fauces de una mar hambrienta. Llevado quizás por un instinto de supervivencia, el samurái apresta su arco recogiendo una flecha de su carcaj. Luego, corre todo lo que sus piernas le permiten, dando grandes zancadas, directo hacia a aquel monstruoso pedazo de edificio que tiene intención de impactarle. El samurái salta apurando la carrera, al tiempo que libera su flecha.

En un último momento, cuando el impacto parece inminente, la mole de piedra y barro pierde súbitamente la velocidad, y el samurái cae sobre ella con gran fuerza. Al mismo tiempo, comienzan ambos a caer, hasta que se dan de bruces contra el suelo. Tai se levanta como puede, magullado y defenestrado como está, pero en contra de toda lógica y suerte, no se ha partido ningún hueso, aunque probablemente se haya dislocado un hombro.

Una vez de pie y semirrecobrado de su acción, cojea varios metros por delante suya, donde un bulto liado de telas marrones acaba de caer del cielo. Lo recoge y avanza renqueante hacia el lugar donde peleaban los samuráis. Allí no encuentra a ninguno de los dos, pero una voz le llega desde más allá, del acantilado.

Agarrado con una sóla mano sobre un reborde que sobresale de la pared de roca y piedra, se halla el Dragón, que tiene su cuerpo en pleno vacío. Su quimono está repleto de sangre, con una herida enorme recorriendo su hombro hasta la clavícula. Tai baja un brazo para prestar ayuda al magistrado y éste coge la mano sin titubear.

-¿Qué es esto? -pregunta Tai alzando la voz sobre la tormenta. El samurái Dragón se toma su tiempo en contestar, realizando profundas inspiraciones -Es una prueba que acusa directamente a Yoritomo Echigoya, Yoritomo Takumi y Yoritomo Katashi de traición al Imperio -contesta agitadamente el Dragón. -Ya veo... -dice el Avispa.

Un último rayo cae aquella noche. El rugir que causa el trueno oculta la caída del samurái Kitsuki Akikazu hacia las afiladas rocas del mar. Para la mayoría de la gente, un íntegro magistrado que murió en un incendio natural aquella noche.

jueves, 20 de mayo de 2010

Yoritomo Mamoru: Parte V

Un monje pasea alrededor de la sala recitando unos salmos que intentan consolar a la familia, a la par que transmitirle al difunto el respeto de todos los vivos. Hay un altar delante del muerto, con una vasija que contiene un ramillete de lilas. A su lado un broche dorado con el símbolo del clan de la Mantis y un poco más allá el cubilete de dados que Mamoru rescató del agua aquella noche. No poder encontrar el cuerpo de su padre no les impide recordarlo durante el ritual, en el que oran por ambos hermanos.

La pequeña capilla está sumergida en el constante recitar de oraciones en los que se proliga el sacerdote. Todos los presentes corresponden a las plegarias. Allí se encuentran todos los familiares más cercanos a ambos hermanos. Por supuesto, entre ellos, se encuentra la madre de Mamoru, vestida de impoluto negro, conservando la calma como puede, pero incapaz de evitar que las lágrimas recorran su rostro. Le quería. Tiene derecho a manifestarlo allí, en privado.

Más pronto de lo que creía Mamoru, aparece Domoi avisando de que ya ha amanecido. Los presentes se preparan para llevar a cabo el traslado del difunto hasta el templo de Kaimetsu-uo, donde será incinerado. Durante ese trayecto hasta el santuario, Mamoru tiene planeado hacer algo.

El séquito fúnebre abandona pocos minutos después la capilla familiar, para recorrer el camino hasta el templo. Algunos, sobre todo amigos de los difuntos, elevan un rezo en sus honores. La procesión marcha calle abajo en un absoluto silencio. La mañana parece noche.

En la escalinata del templo un hombre se acerca y se pone al paso de Mamoru, que continúa avanzando lentamente. Lleva un quimono amarillo, que permite observarle su curtido pecho, aderezado de unas franjas negras cada pocos centímetros de tela. En su cabeza, ondeada por el viento, una bandana amarilla. Un Tsuruchi, del clan de la Avispa, aliados de la Mantis y, en este caso, un amigo de Mamoru: Tsuruchi Tai.

Mientras el cuerpo es llevado al interior del templo, en donde tendrá lugar la cremación, Mamoru le cuenta a Tai rápidamente los problemas que está causando el magistrado Dragón. -Necesito que averigües qué sabe exactamente ese hombre de lo que le pasó a mi padre. No me importa lo que hagas, sólo averígualo -ordena fríamente Mamoru. Tai asiente seriamente, mientras ambos avanzan escalera arriba.

Cuando llegan a la sala de ceremonias buscan un lugar donde sentarse. Sin embargo, Mamoru se percata de algo que le llama profundísimamente la atención. Su corazón da un vuelco increíble cuando sus ojos se posan en el altar del templo. Junto a las ofrendas que se han traído desde casa y otras más que se han sumado ahora, encuentra un pequeño objeto que para cualquier otro no tendría mayor relevancia, pero para él supone un duro revés. Allí encuentra un dado de su padre.